Soy pésimo para escribir cuentos e historias, de modo que
intentaré que lo siguiente no suene como tal.
Hace ya mucho tiempo, pensaba que lo que yo deseaba era ver
un girasol. Esperé, aprendí sobre ellos y el lugar donde crecían y llegado el
momento que me pareció adecuado, me dispuse a viajar en busca de ellos. ¿Por
qué un girasol? Por qué en donde vivo no los hay. Simplemente por eso. Para
saber en mí corazón que los girasoles realmente existen. No por medio de
libros, historias y demás.
Al cabo de algunos años, de mucho esfuerzo y de muchas
lecciones acompañadas de su porción obligatoria de dolor, llegué a donde
suponía quería llegar.
Ante mí se abría un enorme campo de girasoles. Podía elegir el que quisiera para tenerlo sobre mi mesa en un florero. Todo era perfecto y hermoso. O por lo menos así se suponía que debería haber pensado. Pero no fue así.
Ante mí se abría un enorme campo de girasoles. Podía elegir el que quisiera para tenerlo sobre mi mesa en un florero. Todo era perfecto y hermoso. O por lo menos así se suponía que debería haber pensado. Pero no fue así.
No pasó demasiado tiempo para que me marchara decepcionado
del lugar. Ya no sabía si lo que hacía era buscar o vagar simplemente por
instinto. Hasta que pasó. Finalmente y sin suposiciones encontré lo que en
realidad llenaba mi corazón.
Me encontraba en una zona árida, en la que difícilmente un
manojo de hierbas crecía, pero ahí estaba, un girasol, uno solo, existiendo en
un lugar en el que no debería y siendo hermoso, mirando hacia el sol, girando
lentamente sin importar cualquier “no debería” que pudiera ocurrírseme. Y así
me quedé a vivir junto al girasol.